Es un asunto quizá curioso y contradictorio, pues estamos acostumbrados a oír por ahí que hemos de ser positivos, que lo malo pasará, que los cielos se abrirán y la luz plateada de alguna divinidad inundará nuestra vida. Sé positivo, espera lo mejor. Realmente es algo muy inteligente, la psique humana está formada de tal modo que aunque nuestra vida sea fea y no nos agrade siempre tiene la opción de sumergirse en los mundos sencillos y bellos de la irrealidad de lo bueno.
¿Pero realmente sirve de algo? Ser positivo es algo irónico pues nos sumerge en un absurdo. Estamos inventando un futuro que aducimos que será bueno para nosotros, este es un punto de vista muy inocente, estúpido y que no tiene utilidad alguna. Podría decirse que este modo de enfrentarse a la vida está producido por un deseo político, y quizá esta sea una idea que extrañe pero si nos adentramos en el asunto podemos notar la verdad que encierra. Un político es aquel que desea lo mejor para los demás ciudadanos, que busca el bien general, sin embargo esto se ha retorcido de alguna manera terrible en nuestros días y en nuestro país. Aquí parece que los políticos sólo representan a aquellas personas que les votan e incluso nos puede parecer a veces que les muevan deseos y motivos egoístas, por lo que su función queda desecha. En este momento de degradación es cuando el político busca que los ciudadanos ignoren los hechos presentes y vean el futuro con optimismo. He ahí la treta del buen prestidigitador, así el ciudadano mientras mira adelante esperanzado por el futuro que le están diciendo que va a ver, el mago, es decir el político, puede dedicar su tiempo y esfuerzos a calmar sus motivos personales.
Por todo ello el optimismo, el positivismo se puede ver como algo que nos han enseñado para no apreciar lo perverso del presente.
Se me podría atacar fácilmente diciendo que ser positivo es la manera de no caer desesperanzados, de tener fuerzas para seguir adelante, pero no. Es engañarnos a nosotros mismos para no enfrentarnos al dolor y lo malvado del día a día. Nuestra sociedad ha huido y huye tanto del dolor que se ha negado a sentirlo, para una mera molestia cerebral rápidamente acudimos a los analgésicos como si fueran caramelos, luego para poder digerir la desmesurada cena nos agradamos con unos antiácidos y para recobrar el sueño también tenemos pastillas, al igual que para intentar adelgazar, para tranquilizarnos, para animarnos etc... Miramos positivamente hacia el futuro mientras tragamos una pildorita para olvidarnos de lo malo del presente. Huir, he dicho.
Por el contrario hay otra vía, que hemos encontrado más oscura: El negativismo. Alguien que se defienda con la batuta de un punto de vista negativo se encontrará con una agradable sorpresa. Alguien así se enfrenta al presente, al dolor y lo afronta, lucha con él y cuando lo supera se encuentra con un futuro incierto, que no le asegura no volver a caer en ese dolor y por ello entiende que será malo lo que venga, pues eso es lo que conoce y como mínimo volverá a sentir el dolor pero está preparado para ello.
¿No es cierto esto? Mientras que el optimista se negará a sentir el dolor y creerá que todo será bueno, que no habrá más daños, el negativo piensa que volverán los males. En una utopía el optimista sería el rey, esperaría lo mejor y así sería, pero en la realidad el dolor es una constante de nuestro mundo, siempre vuelve, tan seguro como que al día le sigue la noche. El que ha sido negativo, que ha creído que llegaría un momento en que de nuevo el albur haya decidido colocar una piedra en su camino, será quien, cuando tropiece con la piedra y caiga, cuando duela en el espíritu o en el cuerpo, entonces se levantará dolorido y proseguirá su camino limpiándose las ropas. El optimista caerá como el anterior pero este tardará en levantarse, sollozará y se arrastrará o se quedará quieto mucho más tiempo, se levantará descreído de su propia filosofía, a la que volverá por la cobardía de no querer enfrentarse al mismo dolor que acaba de sentir. Cuando el optimista vuelva a caer todo de nuevo comenzará.
Así entendemos pues, que el optimismo no es más que una bella venda de seda que nos colocamos nosotros mismos ante los ojos, mientras que el negativismo son unas lentes que nos ayudan a ver correctamente lo que ante nosotros se va acercando.